Vicios mortales y otros peores

Nota previa: Esta semana yo iba a subir un cuento texto "La hora hora de los perros", pero hay planes distintos para dicha obra. Pero por la dinámica de la página no podía dejar de publicar un texto, así que dejo este que escribí hace un tiempo.



La decisión fue tomada hace siete años… la cosecha de una semilla sembrada hace veintidós… y ahora es momento de recoger el fruto prohibido y comerlo…”, recitó a la nada mientras sostenía la pala en sus manos y calculaba el lugar en dónde comenzar a cavar, clavó la herramienta en la tierra y continuó “… la espera fue eterna porque la musa estaba accidentada… pero heme aquí, que a tu lado estaré… luego de que me una a tu fuego gitano…”. Cuando terminó de cavar el hoyo, a unos cincuenta o sesenta metros de la morada, regresó y se encerró.

     Inundó el recinto indiscriminadamente con el combustible, luego se bañó a sí mismo, cogió un libro que tenía el nombre del autor en su portada rayado con un objeto filoso; entonces: le dio fuego, luego al lugar y finalmente a sí mismo…

***

     Me reuní un par de veces en secreto con Julián, mi abogado, quien me ayudó a poner mis papeles en regla, no sin algo de recelo. Julián es un curioso amigo de la adultez, amante de la prosa y los versos corrosivos. Lo conocí hace seis años en una tertulia de bajísimo nivel, tal vez por ello logramos conectar con relativa facilidad, ya que, al igual que yo, no era un sujeto de escribir empalagosas cursilerías dedicadas al amor y a la amistad, como el resto de mediocres que solían participar en esos encuentros. Él a un extremo y yo al otro, casi sin saberlo –ni enterarnos- manteníamos una especie de debate dedicado a la misantropía, el cinismo y la muerte.

     No tengo problema alguno en reconocerlo, odio –como pocos- la poesía, pero no me da pena admitir que me maravillé con los versos de Julián, qué sujeto, tenía un enfoque hermoso; era veneno puro mezclado con divinas maniobras kamikaze a todo lo bello de la humanidad, en serio, cómo no gozar con la desgracia de mundo que veía este hombre, un talento impresionante. No es común que un escritor con cierto “kilometraje” reconozca, con humildad, la superioridad de alguien con menor edad y trayectoria, su ego no se lo permite, y yo, de verdad, no podría comparar jamás mis versos con los suyos. Estaba fascinado y admirado con este muchacho. En cierta forma, cada vez que venía mi turno esperaba sorprenderlo con mi material, dudo mucho que llegase a hacerlo de verdad, pero al menos logré llamar su atención y cómo no, si éramos dos lobos en medio de un campo de rosas repleto de tiernas ovejas. Dos lobos, sin embardo, con distintos objetivos.

     Al finalizar la tertulia, todos comenzaron a conversar y tomar refrigerios. Noté que Julián estaba acompañado de Paola Sampier, la chica que solía organizar los encuentros y que siempre me pedía que asistiera como autor invitado –supongo que no conocía a otro más–. Paola era una jovencita muy simpática y atractiva, de aspecto bohemio y olor a hierba –no precisamente buena–; que tenía la imperiosa e irrefrenable necesidad de convertir cualquier tema de sus poemas en asquerosas orgías retóricas. Varios de los hombres que asistían a las tertulias escribían cada sandez a fin de llamar su atención, para intentar llevarla a la cama y no es que yo estuviese pendiente de esas cosas, pero es que los tipos eran el colmo de la obviedad y entre escritores no hay secretos si se sabe escuchar o leer entre líneas.

     En fin, guardé mis papeles en el portafolio. Saqué un cigarrillo y lo coloqué en mi oreja, me serví un café, lancé una última mirada a la gente buscando hacer contacto visual con Julián y levantar mi café a modo de brindis por él y sus magníficos versos. Lo había perdido de vista, así que me giré para retirarme sin conversar con nadie, no tener que caer en actos de hipocresía y tener que decirle a quien se me acercara que escribió un lindo poema o algo por el estilo.

     Ya cerca de la salida apareció Paola de la nada, me interceptó:

     —Señor Gabriel, ¿tan pronto se va?

     —Sí, Paolita, nada nuevo, pero gracias, como siempre, por la invitación —hice una pequeña reverencia.

     —Por favor, espere un momento —miró a un lado, hizo señas a Julián para que se acercara—, Julián, él es el autor de quien te hablé, que te dije que tu forma de escribir me recordaba a él.

     Bajé mi portafolio y estreché la mano del joven:

     —Un placer, Gabriel —me presenté y me dirigí a Paola—, y por favor, Paolita, no compares a este muchacho conmigo, él es, evidentemente, un autor superior —me dirigí a Julián nuevamente— y créame que no es lisonja ni comentario amable. De verdad me gustó mucho tu trabajo y creo que podemos coincidir en que no hay punto de comparación.

     —Mucho gusto —respondió—, Julián, el placer es mío y nada que ver, señor Gabriel, no podía sentirme superior a usted ni en broma, su claridad me parece inigualable.

     Paola nos miraba con muchísima emoción. En una retrospectiva inmediata noté que siempre me veía con un honesto destello de admiración, porque, además, acostumbraba tener un tratamiento respetuoso conmigo que no tenía normalmente con ninguno de los otros participantes. Claro, que tal vez sólo fuera por la diferencia de edad o quizás –y lo más probable- por la distancia que siempre marqué:

     —Bueno —dijo ella—, si me permiten un momento debo atender un asunto, pero ya regreso, conversen mientras.

     La vimos alejarse, hasta que finalmente Julián rompió el silencio:

     —Y dígame, señor Gabriel, ¿quién es su víctima aquí?

     —¿Víctima? —pregunté ocultando una leve turbación, ¿qué cosa podía saber este muchacho? — ¿A qué te refieres?

     Miró a los lados y se me acercó con aire conspirativo bajando la voz:

     —Vamos, no creo que con unos versos como esos, en una tertulia tan… amigable, no tenga planeado llevarse a alguna mujer a la cama —me guiñó un ojo y soltó una leve risa.

     Jajaja, no, hombre, es absurdo. Luego de estos eventos simplemente me retiro, de hecho esta es la conversación más extensa que recuerdo haber tenido aquí al terminar y no te miento. Supongo que eso es lo que buscan los otros tipos con esos poemas tan cursis.

     —Bueno, eso es lo que intentan y no me extrañaría que suelan fracasar miserablemente. Si conversas un momento con cualquiera de estas mujeres te darás cuenta que no buscan a un hombre que sea más sensible que ellas.

     —Si es por eso, entonces no vendrían aquí sino a un taller mecánico, ¿no lo crees?

     —Claro, si buscaran a un hombre inculto… aquí buscan a alguien que las haga orgasmear intelectualmente y luego echar un polvo sin compromiso. Pero estos tipos parecen unas quinceañeras con esos poemas.

     —Ya veo entonces que tienes tus objetivos muy claros y con quién —lancé una mirada a Paola que estaba conversando con una mujer—, si no es que ya los cumpliste —Julián sonrió en silencio delator. Miré en derredor y me dirigí a él nuevamente—... De tener víctimas las tengo, pero no de la manera que piensas, Julián, así que no viene al caso.

     Jajaja. ¡Por favor!, señor Gabriel, con su perdón, pero un oído bien afinado y malicioso podría entender que usted tiene algunos placeres prohibidos e ilegales.

     —¿Tu oído está lo suficientemente afinado como para entender eso?

     Hum… bueno, no mucho, pero sí tanto como para saber que eso lo podría meter en problemas, pero por suerte soy lo suficientemente astuto como para sacarlo de ellos de ser necesario —en ese momento sacó su billetera y de ella extrajo una tarjeta que me entregó.

     Abogado Julián Landa —leí en el papel—, no es por nada, pero pareciera que toda la conversación se hubiera dado para que tuvieras una entrada espléndida.

     —Siempre me las arreglo para tener una buena entrada, de alguna forma tengo que vender mis servicios.

     —Vale, me gusta tu estilo —dije mirando por encima el resto de la información de la tarjeta.

     —Gracias, si necesita algo podré hacerle un precio especial por ser colegas de letras.

     Guardé la tarjeta en el bolsillo de la camisa y miré mi reloj:

     —Es bueno saberlo. Los profesores no solemos usar tarjetas de presentación, así que te la debo, supongo. Bueno, Julián, de verdad ha sido un gusto, pero si me disculpas debo retirarme.

     Le estreché la mano.

     —Igualmente, señor Gabriel.

     —Por cierto, espero que la cosa no quede sólo en un polvo y pueda verte más seguido en estas reuniones para poder escuchar algo que valga la pena.

     —No le prometo nada, pero cuando quiera leerme ya sabe cómo contactarme —señaló mi bolsillo. Sonreímos en complicidad y se retiró.

     Recogí mi portafolio, noté que el café se me había enfriado así que lo boté en una papelera cercana y me fui.

***

     Pateé un poco las calles de Pénsila antes de llegar a la pieza. Recuerdo que no era domingo pero se sentía como tal –cosa que me gustaba-; mientras atardecía llegué al Bureau, mi café favorito, me senté en una mesa de afuera como de costumbre, allí me atendió Gustavo, un estudiante de letras a quien le di clases de filosofía en un par veces:

     —Buenas tardes, profesor.

     —¿Qué tal, Gus?, ¿todo bajo control?

     —Del enemigo, pero bajo control. ¿Le traigo lo de siempre?

     —Sí, por favor.

     El muchacho se retiró y yo saqué del maletín mi ejemplar de Narraciones extraordinarias de Poe, lo estaba releyendo por cuarta vez, encendí un cigarrillo y me dispuse a leer, al instante regresó Gustavo con un marrón bautizado. La tarde olía a desgracia, aunque a eso me olía cualquier día. Luego de terminar de leer El gato negro recogí mis cosas, pagué y me fui fumando otro cigarrillo.

     Ya había oscurecido, la ciudad comenzaba a respirar una mayor actividad, así que apuré el paso para llegar rápido a esa cosa que hago llamar hogar; un pequeño apartamento en planta baja de dieciséis metros cuadrados con un baño, un escritorio a un lado con un par de resmas de papel y varios lápices, dos sillas: una para mí y otra para el portafolio –las visitas no son frecuentes en mi pieza, por no decir que nunca ocurren–, un colchón en el suelo, un aerocloset con mi ropa, un par de paños y un par de juegos de sábanas que tuvo a bien regalarme una vecina, un ventilador, una escoba, una papelera, un par de sandalias y una pequeña repisa con no más de quince textos.

     Sí, así vivo. No me estoy autocompadeciendo ni mucho menos, aunque eso parezca, de hecho, en el banco tengo una fortuna heredada como para comprarme dos casas, amueblarlas con los mayores lujos y aún tener dinero como para comprarme un par de autos último modelo y no quedar en bancarrota. Pero por razones que siguen sin estar muy claras, incluso para mí, decidí llevar una vida austera y sin ninguna clase de lujos por una temporada de no sé cuánto tiempo.

     Por lo que sé, llevo veinte años viviendo en estas condiciones y al menos nueve o diez diciendo que el año que viene mejoraré mi calidad de vida, promesa que nunca cumplo, sólo hace dos años cambié el colchón en el que duermo. Hace unos meses dudé entre comprarme un par de zapatos nuevos o una máquina de escribir. Al final no compré nada.

     Al llegar me quité la camisa y la guindé, me quedé en camiseta. Me quité los zapatos y las medias y me coloqué las sandalias. Me senté al escritorio, tomé lápiz y papel, abrí una de las gavetas y saqué el viejo revólver de mi abuelo, revisé el tambor de carga como de costumbre: un solo disparo y cinco balas; lo coloqué al lado de la hoja y allí estuve por espacio de una hora esperando la musa para escribir una buena carta de despedida, pero nada se me ocurrió.

     Finalmente guardé el revólver, saqué algo de dinero de la billetera y mi navaja suiza. Salí al bar de la esquina y compré una botella de un vino tinto medio bueno –por no decir que mediocre–, la descorché rápidamente y comencé a beber de pico camino a casa. Al regresar me volví a sentar al escritorio, saqué las evaluaciones que había hecho en el día y me puse a corregirlas. Cuando terminé –junto con la botella– me acosté a dormir. Al día siguiente me levanté temprano y me alisté para iniciar la nueva jornada diaria.

     Así se repetía mi día casi todos los días, con sus respectivas variantes. Sin reunirme con nadie más que con los tertulios cuando había una convocatoria o una que otra cita que, por lo general, solía terminar en resultados inesperados… al menos para la otra persona.

***

     Siempre recuerdo con nostalgia cuando conocí a Lucía, una española encantadora medio gitana que había venido a Pismo sola, sin conocer el lugar, sólo con un morral y con la emoción de la aventura que produce el turismo a ciegas. Era un viernes caluroso del setenta y nueve, había salido temprano de la universidad, me había tomado un par de cervezas para el calor y luego pasé por una librería a ver qué conseguía de bueno, allí la vi, su acento me cautivó cuando la escuché preguntar al dependiente por obras de autores nacionales, este la llevó a la sección y ella quedó allí leyendo algunas sinopsis.

     Hay que ver la magia que produce el licor en un sujeto tan arisco como yo; estaba algo desinhibido, así que me acerqué y le hablé:

     —Buscas autores nacionales por lo que escuché.

     —Pues sí, ¿argo que me recomendéis? —preguntó animada.

     —Claro, ¿algún género o tema que prefieras particularmente?

     Hum… —meditó un segundo— a ver, sorpréndeme —me miró con picardía y desafiante a la vez.

     Esbocé una mínima sonrisa:

     —Pues me la dejas fácil —revisé un momento y vi un par de ejemplares del entonces recién publicado Vicios mortales y otros peores de Gabriel Norma, agarré los dos, le ofrecí uno y me quedé el otro.

     —¿Y qué tar? —preguntó inspeccionando el libro en sus manos.

     —Es la peor sugerencia, pero te lo recomiendo con los ojos cerrados.

     —¿Tanta fe tenéi' en el autó'?

     —Para nada, de hecho lo odio —reí animado y me retiré a la caja.

     —¡Oye!, ¡e' en serio?

     —¿Sorprendida? —volví a reír. No dijo nada más, sólo se quedó allí de pie mirándome con inquietud—, te dije que me la dejaste fácil.

     Llegué a la caja y pagué, al instante llegó ella con el ejemplar en manos para pagarlo también:

     —Que disfrutes tu lectura —le dije.

     —Y u'té, aunque lo dudo —dijo sonriendo.

     —Ya me las arreglaré —comenté agitando el libro sobre mi cabeza, luego lo metí en el maletín y me fui.


Caminé un poco por el centro fumando y mirando vitrinas. De pronto la encontré de nuevo, estaba delante del cine revisando qué ofrecía la cartelera externa, me acerqué, le coloqué una mano en el hombro y le comenté:

     —Si no hay nada de Kubrick, mejor ni te molestes.

     Jodé', tío, jajaja. ¿E' que m'andái' siguiendo?

     —Para nada, simple coincidencia, pero aprovecho de hacer la recomendación.

     —Vale, hombre.

     Hice una venia que respondió inmediatamente y seguí mi camino. Llegué al Bureau, me senté afuera, donde siempre, y encendí otro cigarrillo. Gustavo me trajo un expreso que pedí al entrar. Saqué el libro de Gabriel Norma y lo coloqué en la mesa, luego saqué El conde de Montecristo que llevaba por la mitad y comencé a leer. Luego de un rato escuché una tos que pedía atención, levanté la mirada y allí estaba la mujer con una sonrisa espléndida.

     —Asumiré que me recomendái e'te café y e'ta mesa en particulá', tío.

     —¿Qué te hace pensar que lo hago?

     —No lo sé, e' sólo un presentimiento.

     Sonreí, me levanté, le ofrecí asiento mientras sacaba una silla, ella hizo lo propio. Me senté e hice señas a Gustavo para que me trajera dos:

     —Si quieres un buen espectáculo de nubes al atardecer, sí, definitivamente esta es mi recomendación. Pero, si me preguntas, lo mejor de este lugar es el marrón bautizado.

     —¿Er marrón bautiza'o? ¿Y eso qué e', hombre? No tenéi' idea de lo mar que'so sonaría en mi tierra.

     —En un momento lo traerán, ya verás que no tiene nada de malo.

     —Vale, confiaré en ti.

     —Llevas rato en eso, ¿nunca te enseñaron que no debes confiar en desconocidos?

     —Venga, macho, que to'o' lo' conoci'o' fueron desconoci'o' en argún momento.

     Touche… Cuéntame, ¿de dónde vienes?

     —De Graná'a, Andalucía.

     —¡Wow!, dale limosna, mujer, que no hay en la vida nada como la pena de ser ciego en Granada… —cité a Francisco de Icaza, ella me miró risueña y con encanto.

     Buah…, hermoso. Parece que sabéi' argo 'e Graná'a, corazó'.

     —Ni dos cosas, realmente. Pero desde que leí las Leyendas de la Alhambra ha sido un sueño para mí ir para allá.

     —Pues sí, e' una obra hermosa. Pero hablando de libro', veo que ni siquiera habéi' abierto e'te —señaló el libro en la mesa—, ¿en serio no pensái' leerlo?

     —Tengo otros planes para él…

     —¿Sí?, ¿cómo cuale'?

     —La paciencia no parece ser tu mayor virtud, ¿cierto?

     —Venga, macho, que la vida e' mu' corta como pa' 'tar e'perando mucho. E'toy muriendo de'de que'r camarero no llega.

     —Calma, linda, que ya debe estar por venir. Y sobre el libro, ya lo verás en su momento.

Justo apareció Gustavo con las tazas en una bandeja, nos sirvió.

     —Gracias, Gus. Por cierto, ahí está el asunto —señalé al libro.

     —Gracias, profesor. Pues en ese caso, esta va por la casa.

     —Excelente —le estreché la mano, me dirigí a la gitana—, ¿deseas algo más?

     Gracia', corazón, pero así e'tá bien.

     —Bueno, que disfruten —dijo Gustavo, tomó el libro y se retiró discreto.

     —Venga, profesor, qué majo, debe sé' u'té mu' populá' entre su' pupilo'.

     Me encogí de hombros mientras comenzaba a revolver la bebida con una cucharita:

     —A ver, macho, ahora sí, decidme qué e' e'to der marrón bendeci'o.

     —Marrón bautizado…

     —Mucho cuida'o, eh, tío, mirá' que no me vine de E'paña para vorve'me monja. De hecho, beberé de vue'tra taza, que o' pillo mu' confabula'o con er chavá' e'te y no tengo idea de si me habéi' pue'to agua bendita o argo peó'.

     Jajaja, ¿Y qué pasó con el tema de los desconocidos?

     Pué' no pasa na'a, pero tomá' de mi taza y o' creeré cuarquié' veneno que me sirvái'.

     Agarré la taza, revolví un poco y tomé un sorbo:

     —Tío, si sólo o' habéi' remoja'o lo' labio', a ve', dame tu taza —la tomó antes de yo hacer nada y apuró un sorbo— hum… ¡jodé', macho!, qué fuerte, jajaja, pero si e'to e' un café con leche adurtera'o.

     Jajaja, puedes llamarlo así si quieres, el marrón bautizado es un café con leche que lleva un poco menos de leche y un toque de ron o brandi, lo que prefieras.

     Buah… —tomó otro sorbo—, madre mía, si mola mogollón.

     —Oye, dale despacio, disfrútalo.

     —Corazón, no o' angustiéi' conmigo, po'favó'.

     —¿Un cigarrillo no quieres?, créeme que eso aumenta la apuesta.

     —Gracias, corazón, pero nunca fumo ante' de un porvo —me guiñó un ojo.

     —¿Y después? —me aventuré.

     Sonrió con picardía:

     —Sólo si me lo invitái'.

     Cerré el libro y lo guardé en el portafolio. Busqué a Gustavo con la mirada, cuando me vio le hice una seña acordada:

     —Venga, ¿qué seña fue esa?

     —Nunca echo un polvo sin tomar vino —le guiñé un ojo.

     —¿Y qué o' hace pensá' que echaréi' un porvo hoy? —dijo con tono insinuante.

     Tomé un trago largo del marrón, entonces le coloqué una mano en la rodilla, noté sus pupilas dilatarse un poco y su respiración agitarse levemente, se mordió el labio inferior, subí mi mano lentamente por el muslo hasta llegar cerca de su glúteo mientras acercaba mi rostro al suyo, mirándola directo a los ojos:

     —No lo sé, es sólo un presentimiento —dije suavemente y sonriendo.

     —¿O' acostaríai' con una desconoci'a? —preguntó en un susurro.

     —Todos los conocidos son desconocidos en algún momento…

     Jajaja —me colocó una mano en el hombro y me alejó suavemente mientras sonreía—, touche, profesó'.

     En ese momento llegó Gustavo con una botella de vino tinto y dos copas.

     —Gus, hoy me la llevo —saqué la billetera y le pagué—... y a la botella también, toma, déjalo así.

     Los tres reímos el chiste. Gustavo se retiró, terminamos el marrón y nos fuimos. Destapé la botella y bebimos en el camino. Llegamos finalmente al hotel donde ella se estaba hospedando y lo demás es historia, un caballero siempre olvida… pero yo sólo soy medio caballeroso así que no me apena recordar al menos la mitad de las cosas. Fue una velada intensa y hasta agresiva, la lujuria desenfrenada era nuestro oxígeno. Lucía era una mujer encantadora con un cuerpo bellísimo que ocultaba bajo ropa un poco holgada.

     Su piel, como seda, coloreaba un divino y sutil bronceado que no hacía más que resaltar cada línea de su cuerpo; cuerpo que lucía curvas tan naturales como respirar y que me llevaban inevitablemente al paraíso; paraíso donde el viento, con la misma naturalidad de su escultura, movía su entera humanidad a un ritmo a veces intenso, a veces apocalíptico, siempre apasionado, siempre divino. Qué mujer.

     Al acabar nos sentamos recostados al espaldar de la cama, encendí dos cigarrillos y le di uno.

     No' vendría bien otro marroncillo bendeci'o.

     —Bautizado… y sí, no estaría nada mal.

     Po' cierto, que el único nombre que he escucha'o entre nosotro' ha si'o Gustavo y me parece que ni tú ni yo no' llamamo' así. Así que mucho gu'to —me extendió la mano—, Lucía Martíne'.

     —Un placer, preciosa —le agarré la mano y se la besé.

     —¿No pensái' decirme tu nombre?

     Hum… no, creo que prefiero seguir siendo un desconocido.

     Sonrió para sí, mordió sus labios sonriendo y miró al techo como evocando un recuerdo muy cercano:

     —Venga, que'se e' tu encanto, señó' desconoci'o.

     Conversamos divinamente por espacio de media hora y luego volvimos a hacerlo. Me quedé a dormir. En la mañana, ya sábado, nos despertamos copulando con euforia adolescente y con pericia ancestral, devorando y descubriendo, a la luz matutina, nuevos recovecos en los cuerpos ajenos. Luego nos bañamos juntos.

     Mientras me vestía, sentado en la cama, se paró desnuda allí delante de mí, con el libro de Gabriel Norma en la mano:

     —Bueno, seño' desconoci’o, ar meno’ e'críbeme una dedicatoria.

     —Sólo si prometes leerla después de que me vaya.

     —Vale.

     Saqué mi estilográfica del portafolio y ella un cigarrillo de la caja. Escribí algo rápidamente, cerré el libro y lo coloqué en la mesita de noche. Terminé de vestirme, le di una nalgada, un beso y me fui. Me habría encantado ver su rostro cuando abriera el libro y mirara el nombre de Gabriel Norma subrayado con una nota debajo que rezaba:

«”Señor Desconoci'o” para ti.»


De regreso a casa compré un par de botellas de vino y pasé el día en la pieza escribiendo, bebiendo y fumando. Estuve recordando por ratos a la gitana, qué encanto de mujer, sin embargo me habría gustado que el asunto terminara allí… pero yo sabía que no sería así, de hecho, no me cabía la menor duda de que pronto volvería a verla, una mujer como esa no podría quedar conforme con sólo una noche y, además, sabría dónde encontrarme rápidamente, Pénsila no es, precisamente, una ciudad muy grande, así que sólo sería cuestión de tiempo para que el reencuentro ocurriese.

     A eso de las dos de la tarde salí. Tomé un transporte que me llevó a las afueras de la ciudad. Observé a unos cien metros de la carretera el inicio del bosque Bádara y un camino de tierra con curvas bien conocidas para mí, que seguí a pie con costumbre y me adentré en el bosque aún siguiendo el camino. Árboles familiares y recovecos que reconocía. Finalmente visualicé la vieja cabaña de mi familia, ubicada a unos escasos treinta metros del río Caderou. Lugar que solía visitar todos los fines de semana junto a mi padre, donde nos relajábamos en la inusitada paz y tranquilidad meditativas que suele ofrecer la naturaleza, alejados por completo de la civilización.


Eran otros tiempos, la vida era otra. Nunca nos preocupamos por la adquisición de dinero, mi padre había construido en el centro de Pénsila un conjunto de locales que puso en alquiler, por lo que producía dinero sin siquiera mover un solo dedo. A pesar de todo y la comodidad en que vivíamos, mi madre y él en los últimos años de matrimonio no podían pasar un día sin que se juraran muerte el uno al otro, finalmente un día mi madre nos abandonó, o al menos eso fue lo que me dijo mi papá, cosa que acepté no sin reproches.

     Sin embargo, a pesar de las peleas y los problemas que solían tener, mi padre se vio terriblemente afectado por su partida. Al comienzo, para distraerse, comenzó a dedicarse a actividades de carpintería a nivel personal, por lo que se recluía en la cabaña hasta una semana entera haciendo mesas, sillas, estantes, escritorios, entre otros utensilios con los que atiborró la casa y mejoró las condiciones previas de la cabaña. Pero el cuadro depresivo –y hasta existencial- de mi padre siguió aumentando al punto en que la carpintería ya no le era suficiente distracción y cayó en el alcohol de manera espantosa, hasta que un buen día, simplemente, no lo soportó más, agarró el revólver de mi abuelo y se disparó en la sien… así como lo había hecho mi abuelo durante la infancia de mi padre.

     Yo tenía apenas dieciséis años cuando ocurrió aquello. Habían pasado dos semanas de su acostumbrada visita a la cabaña sin que regresara a la ciudad al menos una vez; así que decidí visitarlo para cuidar que todo estuviese en orden. Pero cuando llegué, en medio de una atmósfera putrefacta, lo encontré allí en su habitación, tirado bocabajo sobre una gran mancha oscura de sangre seca, con una botella de whisky en su mano derecha que contenía aún un poco de licor, el revólver en la mano izquierda, un montón de gusanos cubriendo su cuerpo y la mitad de la cabeza desparramada entre suelo y pared. Primero vomité y luego me desmayé. Cuando recobré la conciencia me levanté tapándome la nariz y la boca en vano, corrí fuera de la cabaña y me derrumbé en un mar de lágrimas y llanto.

     Allí estuve por espacio de hora y media. Me había quedado solo en el mundo y sin tener ni la más mínima idea de qué mierdas hacer con mi vida. Papá era un sujeto de pocos amigos y los pocos que tenía me parecían no más que despreciables.

     Cuando pude calmarme un poco barajé la posibilidad de hacer lo mismo que él y dar fin a mi asco de vida, pero no sé por qué en ese momento me pareció una cosa absurda, así que descarté inmediatamente la tentativa –pero allí se sembró la semilla- y decidí ocuparme del asunto por cuenta propia, sin que nadie se enterara ni supiera nada. Total, el asunto no tenía por qué ser problema de nadie más, al menos esa era mi determinación.

     Entré nuevamente a la cabaña, el olor era nauseabundo, en un par de viajes saqué pala, hacha, gasolina y fósforos. Fui al río, me quité la franela y la mojé toda, me la coloqué en la cabeza a modo de máscara para evitar, en lo posible, el olor a putrefacción. Pasé a la cabaña, luego al cuarto, aguantando la respiración lo más que pudiera, evitando tener que respirar del ambiente. Cogí el revólver y la botella de whisky, los metí en una funda de almohada y los saqué rápidamente. Volví a entrar, esta vez agarré una de las sábanas de la cama y la tiré encima del cuerpo, lo tomé por los pies y lo arrastré hasta afuera a unos cincuenta o sesenta metros de la cabaña. Me traje luego el resto de las cosas que ya había sacado. En ese momento noté que comenzaba a atardecer, pronto oscurecería, así que rápidamente regresé a la cabaña en busca de leña.

     Una vez en el sitio cogí el hacha decidido y sin pesar ni remordimiento de ningún tipo mutilé el cuerpo. Corté la cabeza, los brazos y las piernas. Con la pala apilé las partes lo más que pude, saqué la botella de la funda y derramé lo que quedaba sobre los restos, era muy poco licor para poder iniciar una buena ignición, así que eché gasolina sin escrúpulos y finalmente le prendí fuego. Lo vi arder por espacio de un minuto, no quise perder más tiempo así que me dispuse a cavar como un desgraciado.

     La tierra del lugar es relativamente suave, así que no me costó mucho hacer un hueco de al menos dos o tres metros de profundidad y más o menos amplio. Obnubilado en la tarea casi no llegué a notar la caída de la noche, así que me apresuré en encender la fogata; a continuación, con la pala eché los restos chamuscados al hoyo, tiré allí también la botella con infinita rabia y comencé a echar tierra sobre el cuerpo, a la luz del fuego que ocasionalmente avivaba con gasolina y leña. Al finalizar me quité la franela del rostro, empapada en agua y sudor y me tiré al suelo agotado, descansé unos pocos minutos.

     Me senté entonces al fuego, saqué el revólver de la funda y lo limpié con la franela mojada a la luz de la hoguera. Revisé el tambor de carga: un solo disparo y cinco balas. “Desgraciado de mierda, en el infierno te voy a vaciar el resto”.

     Pasé allí el resto de la noche sin dormir, obviamente, y en medio de las deliberaciones del trasnocho me llegué a plantear incendiar la cabaña en al menos cinco ocasiones. Pero no me atreví a hacer nada más que esperar el amanecer. Al crepúsculo guardé las cosas y el revólver en la cabaña que aún olían a desgracia. Con el alba salí del bosque y regresé a la ciudad.

     Una vez en casa, agotado, me acosté a dormir. Me levanté a eso de las cinco de la tarde. Registré la caja fuerte, había una suma bastante sustanciosa en efectivo. A partir de allí me planifiqué y mis siguientes pasos en los siguientes días se resumieron en limpiar la cabaña y eliminar cualquier vestigio de lo ocurrido. Posteriormente comencé a quemar o vender varias de las pertenencias de mi padre.

     Por supuesto, no tardó la gente en darse cuenta de que algo no estaba bien en torno a mí y mi casa, la ausencia de mi padre comenzó a notarse; un vecino preocupado me dijo que hacía tiempo no se le veía la cara al señor Norma, que si todo estaba bien, que si le había ocurrido algo. Tanto a él como a todo el que me preguntaba por el paradero de mi padre le respondí con claridad, sin pensar ni titubeos y hasta con antipatía: «Se fue. No sé a dónde ni por qué. Ya mi madre hizo lo mismo hace tiempo, así que estoy acostumbrado. No se preocupe por mí.», he de admitir que muchas de las veces que di esa respuesta pude escuchar no mi voz, sino la de mi padre diciéndome que mi madre nos había abandonado sin razón ni despedida y hasta me comenzó a parecer sospechoso su repentina depresión y su patético alcoholismo, como si en realidad había algo más, pero por lo general prefería no pensar en ello.

     Pénsila, como ya mencioné antes, es una ciudad pequeña, así que el rumor de mi orfandad no tardó en extenderse y, por supuesto, llegó a oídos de un grupo de protección a menores del gobierno regional. Estos no tardaron en buscarme para ayudarme, al principio me negué pero ellos insistieron en que por ser menor de edad y no tener algún familiar conocido o una figura representante, entonces tenía poca o ninguna potestad sobre muchas de mis decisiones, mucho menos las legales, así que finalmente cedí viendo que ellos podían ayudarme a arreglar mis papeles, especialmente con el asunto de los alquileres del local, cosas de herencia por abandono y montón de trámites burocráticos en los que yo simplemente tenía que colaborar con mi presencia y dejar que los procuradores hicieran el resto. Lo cierto es que entre el chequeo de bienes y de cuentas bancarias fue que recibí una herencia ridículamente alta y de la que no tenía la más mínima idea de su existencia.

     Dadas las condiciones dejé de hacer mis cosas y comencé a vivir de la herencia. Pero la casa me resultaba un tormento y la soledad aún más. Así que cuando cumplí la mayoría de edad decidí tomar cartas sobre el asunto y comenzar una nueva vida, vendí la casa con casi todas las pertenencias y fue entonces que tomé la decisión de llevar una vida austera y todo eso, compré aquel cuchitril que se hace llamar apartamento y me mudé con poco más que nada. Retomé los estudios y los culminé. En ese tiempo descubrí cierto gusto por las letras, así que, en cuanto pude, me inscribí en la universidad y comencé a estudiar filosofía, cosa que aún no sé si interpretar como la mejor o peor decisión de mi vida, pero como dicen que no hay filósofos felices supongo que yo soy el prospecto perfecto.

     Fue así como, luego, me inicié en la docencia. Pero he de decir que cada día, entre cigarros, vino y cualquier otra cosa que me pueda matar, siento que de a poco voy perdiendo eso a lo que todavía creo que puedo llamar juicio y cordura. Esta es la vida.


En fin, aquella tarde fui a la cabaña. Seguía como la había dejado unas semanas antes en la última visita, sólo que con una capa de polvo encima de todo. Me puse a limpiar el lugar, cambié las sábanas de la cama, lavé algunas cosas en el río y dejé el lugar impecable. Ya de noche, algo cansado, con las lámparas encendidas examiné la vieja pequeña biblioteca de mis años de estudiante universitario, saqué El extranjero de Camus y me senté en un sillón a releerlo y ver las ridículas notas que solía dejar en los márgenes.

     Recordé con amargura aquel horrible día de mi adolescencia, luego recordé con cierta excitación mórbida otras experiencias posteriores, no menos hórridas, vividas en la morada. Tal vez, pronto, agregaría una anécdota al repertorio. ¡Ja!, repertorio digo yo, de historias que suelo contar como simples relatos pseudo-literarios.

     Finalmente me venció el sueño a media noche. Dormí largo y tendido hasta el mediodía. Me alisté y regresé a la ciudad, caminé un buen rato por las maravillosas calles apáticas del domingo. Casi todos los negocios estaban cerrados, menos, por supuesto, mi siempre fiel y sempiterno Bureau; entré y grande fue mi sorpresa al ver que Lucía estaba allí, de espaldas a la puerta, conversando con Gustavo; este último me vio y rápidamente le hice señas para que no dijera nada y que me iría a sentar en la mesa de siempre.

     Desde mi puesto observé maravillado a Lucía, su porte y lo que ahora representaba para mí las líneas ocultas de su cuerpo. La vi hacer una seña en mi dirección sin girarse, como diciendo que esperaría allí; cuando se volteó y me miró se dibujó una encantadora sonrisa en su rostro, caminó decidida hacia mí, yo inmediatamente me levanté y le saqué una silla. Ya delante de mí y sin sentarse:

     Di'curpe, ¿o' cono'co?

     —Me parece que no, pero en todo caso… —extendí mi mano. La miró enarcando una ceja y con gesto soberbio. Se acercó, me dio un beso a media luna.

     —No perdái' el encanto, amó' mío —se sentó, dejando mi mano extendida. La bajé.

     —Ya veo que tú nunca pierdes el tuyo, querida —me senté.

     De'so na'a, macho.

     —Bueno, déjame pedir un par de…

     —No o' preocupéi', corazó' —me interrumpió—, que ya pedí lo' marrone' bendeci'o' —dijo en medio de una sonrisa que delataba el error adrede.

     —Habrás pedido uno solo, ¿no?

     —Qué va, a tu alumno le brillan lo' ojo' de manera única cuando te ve y co' esa' seña' que o' hacéi' vosotro', créeme, cariño, no tuve ni que gira'me pa' sabé' que habíai' llega’o.

     —Ya veo que no se te escapa nada.

     —Mucho meno’ vue'tra botellita 'e vino para cuando no' vayamo'.

     Qué puedo decir, me tenía fascinado. En ese momento llegó Gustavo con las bebidas y encogiéndose de hombros como admitiendo que la mujer se nos había adelantado en el juego. Conversamos amenamente sobre música, lugares, literatura. Luego de un par de horas:

     —Preciosa, hoy te tengo una sorpresa, pero tenemos que irnos temprano, espero que por ser desconocido no vayas a desconfiar de mí.

     —No podía fartá' má', que contigo me vo' a la guerra con lo' ojo' cerra'o'.

     Pedimos tres botellas de vino, comida para llevar y nos retiramos. La convencí de que debíamos buscar sus cosas en el hotel, no puso objeción, no se hallaba abundante en pertenencias. Cogimos un transporte y llegamos a las afueras, tomamos el camino de tierra hacia el bosque, y finalmente llegamos a la cabaña:

     —¡Jode', tío!, que tú sí sabe’ cómo so'prende'me, ¿y e'to?

     —Y mira allá —le señalé el río.

     —¡Oleee!

     Dejó sus cosas a un lado y comenzó a quitarse la ropa, quedando totalmente desnuda. Yo la miraba allí con ternura, parecía una niña:

     —¡Venga, macho! ¿Que no o' vai' a meté' conmigo al agua?

     Caminó coqueta en dirección al río, el movimiento de caderas me tenía hipnotizado. Dejé los vinos y la comida en el alfeizar de la ventana, me desnudé también. Cuando fui al río ya ella estaba en la orilla, se volteó y me esperó mirándome con deseo. Corrí al lugar y nos metimos juntos. Jugamos, nos besamos, nos tocamos, hicimos el amor en el agua y a la intemperie. Salimos del río cuando comenzó a oscurecer, regresamos a la cabaña, destapé una botella. Desnudos exploramos el lugar, bebimos, y embriagados volvimos a hacerlo: en la sala, en el cuarto de herramientas, en la habitación, en la cocina. Luego salimos y encendí una fogata, comimos delante del fuego conversando animadamente y tomando vino. Finalmente regresamos y nos acostamos a dormir.

     Debo decirlo: me habría gustado estar enamorado. Por cuarta vez deseé estar enamorado, pero nada más alejado de la realidad. Un miserable deseo que, como en otras ocasiones fue causal de mi insomnio. Salí un momento a la cocina y regresé en silencio intentando no hacer ruido ni despertarla. Me paré a un lado de la cama y la observé allí dormida, desnuda, dócil, hermosa. Titubeé un instante. Y por cuarta vez, sin remedio y sesgado no sé de qué, clavé no menos de cuarenta puñaladas.

     Y, ahora, por quinta vez, incineraba un cuerpo y lo enterraba a unos cincuenta o sesenta metros de la cabaña. Me maldije, me condené al infierno y no sé ni por qué, pues ni el remordimiento ni la culpa han tenido lugar en mi repertorio de emociones. Tiré sus cosas para hacer una hoguera con ellas. De pronto vi caer el ejemplar de Vicios mortales y otros peores y lo recogí, noté que en el lugar donde debía rezar el nombre del autor en la portada estaba rayado con algún objeto filoso, abrí el libro y noté también que en la página donde dejé la dedicatoria tenía el nombre impreso tachado con un marcador y debajo de mi nota, escrito con una caligrafía impecable:

«No perdáis tu encanto, amor mío…»

     Sus cosas ardieron en fuego gitano, menos el libro, que ahora reposa en una pequeña repisa que tiene no más de quince textos. En ese momento lo decidí. Debía acabar con todo… pero ese fin tardaría un poco en llegar...


***

     Luego de varios trámites burocráticos, innecesarios a mi parecer, en diferentes oficinas cité a Julián para vernos en el apartamento para un último trabajo. Le pedí total discreción. Estuvimos organizándonos y trabajando durante un par de horas. Deliberando y redactando mi testamento. Para esta ocasión decidió no cobrarme por realizar el documento:

     —¿Cómo que nada? —le pregunté.

     —Sólo dije que lo dejaras así, pero no creas que no pienso recibir nada a cambio.

     —¿Qué vas a querer entonces?

     —Que me digas por qué lo vas a hacer.

     Lo miré en silencio.

     —No me creas tan ingenuo, Gabriel. Vives en unas condiciones que no tienen coherencia con la fortuna que posees, no tienes familia, pocos amigos, para no decir que ninguno y arreglas tu testamento. Creo que es más que obvio lo que tienes en mente…

     —Ajá, ¿Y entonces?

     —Quiero saber tus razones.

     —¿Para qué quieres saber eso?, sabes que no me harás cambiar de opinión —respondí indiferente mientras tomaba un poco de vino—, simplemente es lo mejor y créeme, la razón es lo de menos.

     —Gabriel, eres un sujeto extraño, ya te lo he dicho en varias ocasiones y no es por nada, pero siempre tuve el presentimiento de que algún día me vendrías con algo así.

     —¿Y entonces?, ya has leído mis libros y me has interpretado entre líneas. ¿Cuál es tu sorpresa?

     —¿Entre líneas?, por favor, Gabriel. Tus libros son un confesionario. Podría apostar mi cuello a que si revisamos en un perímetro de cincuenta o sesenta metros alrededor de tu cabaña vamos a encontrar no menos de cinco cuerpos.

     Otorgué, encendiendo un cigarro, en silencio. Julián me miraba con gesto serio, supongo que entendiendo mi gesto:

     —Pues, nada, Gabriel. Sólo quiero conocer tus razones, quiero escucharlo de ti.

     —Julián, ya conoces mi fortuna. Pide la suma que quieras y es tuya, pero realmente me fastidia hablar de este tema.

     —Sabes que el dinero no me interesa, yo sólo quiero que me digas qué pasa. Si no quieres, entonces simplemente búscate otro abogado que te haga el testamento y le llenas la boca de dinero para que no pregunte nada. Vamos, habla…

     Supo pillarme. El dinero no le calla la boca a nadie y mucho menos a un abogado, pero intenté nuevamente no dar prenda valiéndome de otro recurso:

     —Ya te dije que no me harás cambiar de parecer. He tomado mi decisión y es definitiva.

     —¿Y quién ha dicho lo contrario?, vamos, me conoces, ¿de verdad crees que voy a intentar detenerte?

     —¡Entonces para qué mierdas quieres saber?

     Me miró como preguntándome si era en serio lo que le decía:

     —Gabriel, sabes que no tengo ningún problema con lo que sea que vayas a hacer y yo te respaldaré legalmente o como sea. Por mí puedes matarte ya mismo si es lo que deseas y yo haré lo que tenga que hacer, pero por la amistad que tenemos considero que merezco una explicación de tu parte; además —sonrió irónico— no pienso dejarte ir sin que me dejes una buena historia.

     —¡Carajo, Gabriel!, ¿no tienes suficiente material con todo esto?

     —Si lo dejo hasta aquí, realmente no tengo nada bueno. Sólo un sujeto actuando como un adolescente caprichoso y estúpido.

     —Eso es un golpe bajo. Pero me parece que prefiero que te quedes con esa imagen.

     —¿Tan terrible es el asunto?

     Suspiré profundamente:

     —No, lamentablemente debo admitir que en realidad es muy ridículo para mi gusto.

     Por favor, Gabriel, no me vengas con esa idiotez. ¡Habla! —sirvió más vino para los dos, agotando la botella.

     —Bueno… pero no digas que no te lo advertí —tomé un trago largo—, luego de muchas dudas tomé la decisión de acabar con mi vida después de matar a Lucía.

     —¿Así que eso ocurrió realmente?

     Me levanté, miré en mi repisa y busqué el ejemplar de Vicios mortales y otros peores que tenía en la portada el nombre del autor rayado con un objeto filoso. Lo coloqué en la mesa y él comenzó a examinarlo inmediatamente:

     —Era una mujer encantadora —dije—. Por un instante hasta pensé en no hacerlo, pero de pronto simplemente lo hice. No me preguntes por qué.

     —¿Cuándo ocurrió eso exactamente?

     —El año en que publiqué esa estupidez —señalé el libro en sus manos.

     —A ver —revisó el año de la edición—, en el setenta y nueve.

     —Hace siete años —me senté—. Tú y yo nos conocimos al año siguiente.

     —Increíble, aquí está la nota —leyó en voz alta— “No perdáis el encanto…”

     —No te equivocaste al decir que mis libros son unos confesionarios.

     Me miró con seriedad y un poco de preocupación:

     —En este libro cuentas el asesinato de tres mujeres y en Señor Desconocido, que salió cuatro años después, cuentas el asesinato de cinco más.

     Asentí severo. Sin sentir nada. Abrí una de las gavetas del escritorio, saqué un manuscrito a lápiz, lo coloqué en el escritorio y lo deslicé hasta en frente de él:

     —Terminé este hace poco más de un mes…

     Julián soltó el libro que tenía en manos, cogió el manuscrito y leyó el título:

     Perdiendo el encanto…

     —Allí hay cinco más…

     —¡Maldición, Gabriel!, ¿cuál es tu problema?, hablo en serio, has matado ya a… —contó mentalmente— ¡trece mujeres?

     Me encogí de hombros.

     —No irás a delatarme, ¿o sí? —pregunté con sorna.

     Me miró silencioso, su semblante delataba que en su interior había una terrible lucha por no saber qué hacer:

     —Julián, no espero que lo entiendas, pero esto es lo que soy. Lo he hecho durante mucho tiempo. Créeme, nada me importa y ya estoy hastiado, quiero acabar con todo de una buena vez; hace un momento lo dije, yo tomé mi decisión. Y fue hace siete años.

     —¿Y qué te ha detenido?, ¿por qué no lo has hecho?

     —Aquí es donde viene lo absurdo. Desde ese día, cada vez que regreso a casa saco esto —extraje el revólver de la gaveta y lo coloqué en la mesa—, dispuesto a volarme la tapa de los sesos, me siento con lápiz y papel para hacer mi carta de despedida; pero nunca se me ocurre nada que me guste. Así que guardo todo y continúo con mi vida.

     —¿Es en serio, Gabriel?

     —No digas que no te lo advertí. Te dije que sería una estupidez.

     —Ya veo que sí…

     —Pero —sonreí por lo bajo— ya se me han ocurrido un par de cosas y por eso quiero dejar mis papeles en regla para tener todo listo.

     —¿Qué piensas hacer?

     —Ya lo sabrás en su momento.

     —Bueno… —cedió, hojeó un poco el manuscrito—, ¿me prestas esto?

     —Quémalo si deseas…

     —Bueno, entonces quedamos así —metió el manuscrito en su maletín y se levantó—; Gustavo heredará la fortuna y yo vendré a buscar una carta que dejarás en una gaveta del escritorio.

     —Así es...

     —Está bien, amigo… —echó un último vistazo al lugar y me miró con pesar, como sabiendo que sería la última vez—, hasta luego.


***

Estimado Julián,

Ahora es tuya esta pocilga y todo lo que en ella encuentres. No es mucho, pero haz lo que quieras con mis cosas porque ahora te pertenecen. Véndelas, destrúyelas, quédatelas, bótalas. En donde estoy ya no me importa. Por cierto, quería comentarte, al fin descubrí por qué nunca llegué dispararme con el revólver de mi abuelo, ocurre que le prometí a mi padre vaciarle el resto en el infierno y si me disparaba iba a faltar una bala. Sí, lo sé, es una ridiculez, pero qué más da.

Es mi voluntad también que te quedes con la cabaña, por ahí debes tener los títulos de propiedad del terreno y todo eso; créeme el lugar es fantástico, la calma del bosque y el arrullo del río no tienen igual; claro, sólo hay un pequeño problema y es que en este momento la cabaña debe estar completamente chamuscada, así que tendrás que construir una nueva, sé que fue una broma de mal gusto de mi parte, así que te pido disculpas por ello.

En todo caso te pido un último favor, si llegas a aceptar ese presente y visitas el lugar, con seguridad encontrarás mi cuerpo en condiciones no muy distintas a las del recinto o quizás peores (porque no pienso escatimar en combustible), así que si no es mucha molestia, por favor sepulta mis restos a unos cincuenta o sesenta metros de allí. Dejaré el hoyo hecho y una pala en el lugar que escogí para mí, cuidando que no te vayas a conseguir alguna sorpresa necrológica, ya sabes a qué me refiero. Tu cálculo fue de trece mujeres, pero trece son sólo las que forman parte de mis libros, el número asciende a por lo menos veintitrés, así que no te recomiendo cavar mucho por allí cerca.

Y por último, si alguien pregunta por mí sólo di que me fui a buscar a mi madre y a mi padre en el Triángulo de las Bermudas o algo así y que no pienso regresar. Así te ahorras lo engorroso de decir que me suicidé o algo por el estilo. Esto es todo.

Gracias por ser lo más cercano a un amigo. Siempre tuyo,

Gabriel Norma

Señor Desconocido


P.D.: Por favor, no me ridiculices en una historia. Aunque creo que ya te di material suficiente.”


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