El pacto de Sócrates Samer: o La maldición de Borges




No son pocas las cosas que se pueden decir de Jorge Luis Borges, yo para no hacer una extensa lista de logros en sus obras sólo resumiré la genialidad del maestro argentino diciendo: Es el mejor escritor de habla hispana del siglo XX y uno de los mejores escritores de todos los tiempos. Así de simple. Claro, que esta es sólo una opinión, pero lo digo sin que me quede nada por dentro -y sabiendo que ningún lector ni ningún autor que haya leído y disfrutado de alguna de las obras del maestro podrá decir lo contrario sin tropezarse con su necedad-.

Sin embargo, un dato curioso de su obra, que me encantaría puntualizar -ya que es el móvil de este texto- es que él nunca llegó a escribir una novela, tenía su opinión al respecto, que vale la pena revisar, que no lo haremos en este momento, pero la cosa se resume en que para él la forma más contundente de narración era la breve.

Pero papel aguanta todo, por eso presento este cuento como un homenaje al maestro por el aniversario de su muerte -14 de junio de 1986-, una anécdota narrada desde su punto de vista -por supuesto, salvando las diferencias, la maestría y la genialidad, compararnos sería totalmente injusto, sería una hormiga contra el universo, así de simple- contando cómo comenzó a escribir su primera novela, qué ocurrió con ella y por qué luego no volvió a hacerlo. Espero, de todo corazón, que sea de su completo agrado.


“Hoy estoy perplejo, como quien

pensó y encontró y olvidó,

hoy estoy dividido entre la lealtad que debo

a la Tabaquería del otro lado de la calle,

como cosa real por fuera,

y a la sensación de que todo es sueño,

como cosa real por dentro.”

La Tabaquería – Fernando Pessoa

 

En memoria de Jorge Luis Borges

 

I

 

Luego de publicar mi ensayo Evaristo Carriego, a inicio de los años 30, decidí que quería pasar una temporada apartado del mundo, en una humilde cabaña que tenía a las afueras de Buenos Aires, trabajando en la que sería mi primera novela. Tenía casi una década de haber regresado de Europa, que en general estaba bastante mal por todo el asunto de la post guerra; entonces regresé a la Argentina creyendo que, después de todo, las cosas acá no podían estar peor si hacemos comparaciones odiosas, pero el terruño pareciera estar maldito, porque cuando crees que no te puede decepcionar más de lo que ya lo ha hecho, entonces lo hace -y con creces-, es como si se esforzara en demostrarnos una y otra vez que la estupidez humana es patológica y, tal vez, congénita.

A esta época se le conoce como La década infame, algunos historiadores la titularon La República imposible. Me considero un hombre ignorante en los asuntos políticos, y así prefiero mantenerme, mucho me temo que mis ideas y mi manera de ver el mundo no son nada populares, y lamentablemente sé que nadie es capaz de separar a un hombre de su obra, mucho menos en un país como este donde las personas adoran pertenecer a bandos de lo que sea, enarbolar frases, colores y estandartes de batalla, entonar cánticos y gritos de guerra, etcétera, cuando a mí me cuesta siquiera sentir como propio el pabellón nacional, ¿cómo podría yo estar orgulloso de algo que me tocó por azar y no por decisión?, soy un anarquista pero no en el sentido político, sino porque creo en el individuo, al menos en mí y en mis letras, donde mi patria son los libros, mi acerbo está en la magia, en el texto, allí donde de verdad siento que puedo ser yo y lo soy en plena libertad.

La democracia, la figura del mesías político, las posturas enajenadas en ayunas de lógica y sentido común, entre muchos otros sesgos de confirmación, no son más que atroces prisiones para la mente, para el alma y para la verdadera libertad. Por eso, siendo fiel a mí mismo, evito tomar partido de los eventos sociales de esta calaña. Es totalmente lógico para mí que, aún siendo escritor, ni siquiera asumo posiciones sobre qué idioma es más rico que otro, porque literatura es literatura y eso es lo que importa.


II

 

Me costaba encontrar mi voz en esos días, tal fue mi desamparo que ni siquiera pude escribir algún poema que mereciera la pena reseñar y la mayoría de los que intenté escribir encontraron sosiego en la chimenea, con un crepitar cálido —porque los versos venían de lo más profundo— y silente —porque las brasas son discretas—. Pensé un poco en mi viaje a Europa, tratando de pensar en alguna anécdota que pudiera servir como germen de alguna narración, preferiblemente breve, como me gustan, entonces vinieron a mi memoria los inverosímiles rumores de unos escritores que encontraron musa invocando a un cierto señor de naturaleza siniestra, que les brindaba algún trato interesante para lograr sus objetivos. Claro, que aunque el objetivo era logrado, el autor terminaba pagando el favor concedido con algún tipo de condena funesta.

Pensé en varios de esos autores, varios habían tenido muertes escabrosas; algunos, no todos murieron bastante jóvenes, la lista era muy interesante, muchos admirados por mí, en Europa se comentó de Goethe, Franz Kafka, Emily Brontë, John Keats, Sir Arthur Conan Doyle, Gustavo Adolfo Bécquer, José de Espronceda, Nikolai Gogol, Alexandre Dumas; por Norteamérica se habló de Mark Twain, Edgar Allan Poe, O. Henry, Bram Stoker; por Sudamérica se comentó de Jorge Isaac y Amado Nervo. Todas con muertes muy variopintas, sostuve correspondencia con uno de mis conocidos del viejo continente, fanático de la malsana teoría y me mantuvo siempre actualizado de los nuevos obituarios, antes, durante y después de mi enclaustramiento.

Cada caso llamó mi atención, de alguna manera todos tenían vidas un tanto turbulentas, aunque eso no era cosa de extrañar, al fin y al cabo no conozco ningún ser que no deba afrontar asuntos ásperos y truculentos en su existencia, nadie se salva. Claro, el hecho de ser escritores les daba un aura un poco más tétrica, ya que se nos suele ver como personas solitarias, encerradas en sí mismas, viviendo nuestros mundos y con una cierta misantropía latente; no puedo restar verdad a los hechos, pero creo fervientemente que ese ostracismo no es más que una respuesta natural a nuestro fuero humano, sólo que nosotros actuamos en consecuencia de ello, lo justificamos con las letras y escribimos. En otras palabras, somos honestos con nosotros mismos, en general... o al menos así siempre lo he hecho.

Así mismo pienso que esa misantropía es inherente a todos los hombres, y también creo que no hay horror más arcano que el miedo a uno mismo, porque es inconsciente, porque está oculto, entonces podemos ver que no son tantos los que se atreven a escrutar entre los retorcidos laberintos del yo, pues sus paredes están cubiertas de espejos que suelen reflejar demonios y sombras -mucho más terribles que los del averno- que la mayoría de los hombres prefieren evadir, ya que todos suelen tener una idea muy buena de sí mismos y nadie quiere aceptar las penumbras que resguardan al ego, siempre frágil, siempre lastimero. Por supuesto estos hombres evitan las artes, porque estas son capaces de desnudar las insondables y hórridas volutas que empañan nuestro ser; es sabio el hombre que teme y evade a la poesía, porque por mucho que trate de jugar con las palabras y ocultar, entre líneas y capas y capas de símbolos, los más profundos secretos de su alma, no deja de estar exponerse y desnudarse ante el mundo, aunque este no sepa verlo.

Pensé en las maldiciones, no dejé de cavilar por horas en las leyendas e historias que se tejen en torno a los terribles pactos mefistofélicos, además de los supuestos casos previamente mencionados de escritores, hay también una ristra de músicos, pintores y personas de poder a los que se les ha llegado a relacionar con una caterva de personajes maldicientes: brujas, hechiceros, simpatizantes de lo esotérico, lo paranormal y lo demoníaco, etcétera. Por supuesto que en la literatura no han dejado de presentarse personajes que se han ofrecido su alma a cambio de algún don extravagante e inhumano, Teófilo, Cipriano el Mágico, Fausto, Melmoth, por mencionar algunos.

La lista pica y se extiende, por supuesto, el escándalo no resulta menos escabroso en ningún tipo de circunstancias. Y en el caso de chismes pos-mortem, la cosa no pasa a ser más que deleznables intentos de difamar a quien la vida ha brindado ya la divina oportunidad de descansar para siempre, sin dejar que la palabra necia e injuriosa pueda perturbar su santa paz... y si un alma queda compareciendo en este mundo, será por los asuntos que sólo ella pueda enumerar en el tormento de su penitencia, y eso es algo que a los que transitamos -momentáneamente- en el mundo de los vivos no debería importarnos.

Pero el tema siempre está allí... y una vez que la semilla germina se convierte en una insistente e insidiosa necesidad de sondear, tal vez por curiosidad, tal vez por necedad, en temas pérfidos. ¿Realmente existirán estos pactos?, ¿de verdad será posible lograr, a cambio de tu alma, lo que sea que desees lograr en la vida?, ¿qué aspecto puede tener el demonio negociador?, de pronto me resultó atractiva la idea de un personaje que quiere, tal vez, hacer un pacto con Mefistófeles, y logra invocarlo con éxito, el asunto es que mientras negocia con él los términos del acuerdo, expone una serie de argucias y artimañas para no perder nada y ganarlo todo; por supuesto, esto se convierte en una intrincadísima —pero no poco interesante— batalla de dialéctica y retórica, porque más sabe el Diablo por viejo, como reza el refrán, pero mi personaje no tiene dos días en el mundo, porque ha sabido burlar la muerte durante años, lustros, décadas, siglos... una suerte de alquimista ¿tal vez?, que se dedicó la vida entera a aprender, conocer y estudiar, preparándose para el encuentro, así que también la vejez, como móvil de la experiencia, le daría la sabiduría suficiente para poder arrostrar en debate de altura al mismísimo Mefistófeles y, en la medida de lo posible, ganar...

Ahí lo tenía, las musas arribaron a la cena con la mesa servida. Tocaría algo de investigación, pero siempre he pensado que estoy más orgulloso de lo que he leído que de lo que he escrito, así que para mí no es problema seguir y seguir leyendo, aún más para nutrir a tan genial personaje y tan intrépida historia. Durante meses estuve planificando la historia, tomando notas de mis lecturas, las ideas que se me iban ocurriendo, los argumentos que debían plantearse y llegar a un punto equilibrado entre profundidad filosófica y sencillez lírica. Era una empresa encomiable y harto compleja, pero siempre confié en mi experiencia y mis lecturas, tal vez yo no sea un viejo alquimista que haya vivido durante casi veinte siglos, pero me respaldaban obras de casi cualquier momento del tiempo y, sobre todo, la alquimia de las letras; tal vez yo no soy ningún demonio para comprender la naturaleza del verdadero mal universal, pero he conocido a los hombres... he conocido la guerra... y no sé si pueda existir ser real o mitológico más perverso que el ser humano. Sí, para emular a mi Mefistófeles tenía mi desilusión con el mundo y esa poca de misantropía que siempre utilizo en mis textos... y no eran poca cosa.

Desperté aquella mañana, con un sol desafiante que me retaba a atracar las letras, iluminando con sorna al escritorio que me invitaba retirar el velo de alguna historia oculta en el tiempo... comencé a escribir como obseso, investigaba, escribía, quemaba, reescribía, tachaba, investigaba más, tomaba notas, debatía conmigo, me alegraba, me obstinaba, pero el entusiasmo siempre fue ferviente y las cuartillas se acumulaban al lado derecho de la máquina de escribir con agrado. Gocé como más nunca he gozado un proceso creativo, mi amigo en Europa no dejó de actualizarme de los obituarios de escritores que llegué a disfrutar y admirar, él no dejaba de teorizar sobre posibles pactos de estos con algún extraño Daimon —como él le llamaba—, así me enteré de los lamentables decesos de Fernando Pessoa en el 35, Miguel de Unamuno en el 36, Robert E. Howard ese mismo año, en el 37 correspondieron García Lorca en España, H. P. Lovecraft en Providence y Horacio Quiroga en Buenos Aires —aunque de este último le di recado yo a mi amigo—.

No puedo decir, a ciencia cierta, si estos autores habrán vendido su alma o no a algún Daimon, pero me inspiraron a lograr algo con mi nuevo juguete, no sólo vencería a Mefistófeles en su propio juego... también purgaría, de una vez por todas, las almas de aquellos maravillosos paladines de las letras, que con su gracia y su arte llegaron a brindarme momentos de divino disfrute en majestuosos banquetes de la imaginación y me prometí, este sería mi homenaje a ellos, mi muestra más sincera y contundente de gratitud.

 

III

 

El viejo alquimista que ideé en un principio evolucionó a Sócrates Samer, un hombrecillo bajo, regordete, de mirada profunda y buen carácter, un erudito no muy agraciado, como sugiriendo que el personaje en cuestión no era otro que el Sócrates histórico, aunque más amigable, y quién si no él podría desarrollar los artificios argumentativos suficientes como para desarticular al más astuto y agudo negociador de almas de todos los tiempos, utilizando su abismal conocimiento, su genial picardía, su ingenio innato, desarrollando cada vez más y mejor sus técnicas para llegar al súmmum del conocimiento. Y vagaba a través de los eones, cual judío errante, maldecido con la inmortalidad, recorriendo cada rincón del mundo en busca de la paz de su alma —de allí Samer—.

De este modo Sócrates Samer, en la obra que escribía, se entrevistó con los filósofos más importantes de todos los tiempos, nutriendo su dialéctica, su retórica y su inventiva... Santo Tomás de Aquino, San Agustín, Descartes, Spinoza, Kant, Hegel, Schopenhauer, Nietzsche y la lista se extendía con gusto. Desarrollando una complejidad y abstracción de pensamiento cada vez más impresionante, así agilidad, perspicacia y una avasallante contundencia argumentativa. No puedo más que describir como “orgásmico”, si se me permite, el inconmensurable placer intelectual no sólo de la investigación, sino de los diálogos que me tocó desarrollar. Las batallas, en general, me sumergían de un modo único, casi podía sentir, en muchas ocasiones, que yo no era más que un simple transcriptor de conversaciones y momentos que habían ocurrido realmente, que yo simplemente fui un instrumento de su inmortalización. Mi ceguera parcial no me impidió nunca el buen desarrollo de esta novela, en ocasiones llegué a sentir, incluso, que mi visión se aclaraba. Nada me podía detener.

Para el invierno del 39 me encontraba en el último tramo de mi proyecto, este contaba la nada despreciable cifra de seiscientas y tantas cuartillas, por ambas caras, y ya se venía el momento cumbre de la historia: la invocación y el pacto. Increíblemente, en ese momento, me entró un penoso un bloqueo creativo, ¿cómo hacer la invocación?, ¿qué pediría Sócrates Samer en el pacto? ¿la muerte tal vez?, no lo recuerdo... y sé que no podré recordarlo.

Pasaba largos ratos parado frente al escritorio, mirando a la máquina de escribir, como esperando a que las letras flotaran solas, diciéndome qué hacer, necesitaba tan solo un empujón. Salía a caminar cada cierto tiempo, para ver si el frío o el campo me revelaban la clave, tratando que la musa llegara nuevamente. Me dediqué por entonces a revisar y corregir todo el texto que llevaba redactado, muy emocionado a pesar de todo, tal vez allí encontraría la clave.

Pero los días pasaban y el final no aparecía... el texto, hasta donde lo había llevado, era una obra maestra con todas las letras mayúsculas. Como narrativa funcionaba perfectamente, por una trama subyacente que incorporé, donde abordé ciertos conflictos del personaje y las vidas que debía vivir y asumir, su carácter cosmopolita le brindaba una irreverencia interesante, y su maldición le hacía vivir conflictos donde primaron asuntos relacionados con el tiempo, el espacio, el infinito, la vida y la muerte... temas que, por supuesto, discutió hasta la saciedad con todos y cada uno de los filósofos. Por esto último la obra también podría funcionar, perfectamente, como texto referencial y de consulta sobre temas filosóficos. Así que estaba comenzando a abrazarme, aunque no con gran entusiasmo, a la idea de plantear un final distinto, cubierto de un halo de misterio en el que no se supo más de Sócrates Samer, que se perdió, pero que pululaban rumores de que aún erraba por el mundo, buscando eruditos con los cuales entrevistarse... pero la sola idea me empalagaba y no por mala... sino porque, sentía que sería un desperdicio lamentable, pero sobre todo una traición hacia mi personaje.

Quien es artista conoce esta obstinación de la que hablo, cuando algo no termina de salir como lo deseaste hasta el último momento... y yo, la verdad, estaba más dispuesto a destruir la obra antes que darle un final indigno. Bosquejé varios finales, todos acabaron en la chimenea. Intenté poner a Sócrates Samer a comenzar a hacer alguna invocación y las llamas del fogón consumían las hojas con una exhalación casi diabólica.

Cierta noche aciaga, con un frío arreciando pese al fuego, con la mente cansada y frustrada de tanto meditar en vano acerca de algunos libros de sabiduría milenaria, tratando de dar con algo. Decidí entonces acabar con todo. Así que me paré, tomé el lote de hojas y me acerqué a la chimenea, mirando la danza de las flamas y las sombras, mientras ellas me miraban sardónicas, mostrándome los voraces colmillos que esperaban con ansiedad el ingenioso banquete. Yo asentía, adormecido, y estaba a punto de arrojar el manuscrito, cuando de pronto escuché pisadas fuera de la cabaña y luego alguien, muy suavemente, llamó a mi portal.

 

IV

 

Hay una hora de la noche en que las sombras están por decir o hacer algo; por lo general nunca ocurre nada... o tal vez ocurre eternamente, pero nos resulta imposible de entender... o quizás lo entendemos pero resulta ser intraducible como la música.

Caminé a la entrada, colocando el manuscrito a la derecha de la máquina de escribir. Abrí la puerta y allí estaba un hombrecillo bajo, cubierto por un enorme abrigo de piel y un sombrero, el frío afuera estaba por demás bien tenso, se escuchaban los ecos de unos truenos incipientes, así como gotas que se anunciaban como un aplauso en las gradas de un teatro, mientras las tinieblas hacían un número macabro mostrando mi cabaña como un ínfimo suspiro solitario en el universo, me compadecí inmediatamente por el hombre al que le caería semejante inclemencia en caso de quedarse afuera y le invité a pasar inmediatamente, noté que temblaba un poco así que lo acerqué a la chimenea, él tomaba asiento mientras yo hacía lo propio echando leña, atizando el fuego y sirviendo sendas tazas de café.

Sostuvimos un silencio reverencial durante varios minutos, él observaba el fuego con respeto ancestral y zahorí, con esos ojos negros como el destino y abismales como el universo; sentí como si descifrara entre las flamas una ristra de historias secretas de lóbregos tormentos que nunca han sido ni serán contadas; miraba la lumbre como quien mira los misterios ígneos de la naturaleza y del cosmos y poco le asombran, vislumbrando sin sorpresa infinitas realidades, pero igualmente satisfecho, porque un viaje es un viaje; las llamaradas danzaban con fulgor ante él, que las escrutaba sin tan siquiera pestañear, apenas y se inmutaba para apurar un poco de café.

Yo, en cambio, lo miraba fijamente a él con perplejo respeto, sin poder dar crédito a lo que mis ojos atestiguaban, pero era mucho más que un ser visiblemente vasto y abisal, rezumaba algo más que sólo vida; su estampa era anacrónica y escribía en su semblante mil rosarios de coloquios con seres y personajes que la vida y el tiempo ya les habrá arrebatado el último suspiro, la esperanza o la cordura; pero lo que más me afectaba es que, a pesar de que nunca había visto a aquel hombre, sentía que lo conocía... y más que eso... me resultaba cercano, próximo, no me era ajeno ni yo le era ajeno a él. Mi café se enfrió y no llegué a probar gota.

Finalmente, luego de un rato, volvió su mirada hacia mí. Me sentí trastornar, tenía miedo, pero aún en medio del horror encontré sosiego en la familiaridad que me transmitía, sabía que podía confiar en él, pero nunca nada en una vida entera me habría podido preparar para la revelación que estaba a punto de suscitarse, miró en torno, dejó la vista puesta por un instante en el manuscrito que reposaba sobre la mesa a la derecha de la máquina de escribir, y finalmente me dijo:

—Agradezco profundamente tu hospitalidad, y agradezco especialmente el silencio que me has permitido ante el fuego —su voz era gruesa, profunda, pero muy cálida, podía llenar el recinto con tan solo un susurro—, no todo el mundo se toma muy bien que haga eso.

—Por favor, no se preocupe, no tiene idea de cuánto agradezco su compañía.

—¿Es usted Jorge Luis Borges? —me preguntó sin mayor reparo, mirándome a los ojos.

—Sí, el mismo —respondí, a pesar de ser alguien reconocido mi arte en todo lo largo y ancho de la Argentina, algo me decía que él sabía de mí por algo mucho más profundo y complejo. Y haciendo un pequeño ademán para que se presentase—, ¿y usted es...?

—Oh, maestro, disculpe, dónde están mis modales —extendió su mano y yo se la estreché—, yo soy Sócrates Samer, un placer.

Quedé desconcertado, boquiabierto mirando al hombrecillo, sentí cómo se me iban los vientos y pidiendo disculpas recosté mi cabeza del respaldo del sillón, respiré profundamente, con los ojos cerrados, apuré mi café pronto, quise creer que aquello era una jugarreta de mi mente y que estaba dormido, pero al abrir los ojos el sujeto seguía sentado allí, frente a mí, mirando al fuego.

—Discúlpeme —le hablé—, ¿Sócrates Samer?

El hombre asintió gravemente.

—Usted debe estar jugando conmigo, no puede ser posible, ¿quién lo envió? ¿Bioy Casares? —hablaba con él, pero realmente intentaba era convencerme a mí de que aquello no era posible—, de verdad no me parece nada gracioso todo esto.

—¿Le parece que soy un juego? —me preguntó mirándome a los ojos, mostrándome el vacío universal de la existencia.

—... —Quería poder responder algo, pero nada me venía a la mente.

—Ambos sabemos que no es un juego, maestro —me dijo con seriedad—, por favor, cálmese primero, luego hablaremos y comprenderá lo que sucede.

Aún hoy no salgo de mi asombro... aunque, como ya dije, no sé hasta qué punto aquello que ocurrió fue real, quiero creer que sí, pues de qué otro modo podría tener pruebas de aquella visita. Y las tengo.

El asunto es que luego de calmarme, en efecto, mi visitante no era otro más que Sócrates Samer, el personaje que había creado para aquella maravillosa obra que estaba escribiendo. Aunque recuerdo las maravillosas conversaciones con gran claridad, me resulta casi imposible poder decirlas o escribirlas y eso también tiene su explicación, de hecho, la explicación de ello se une a por qué este texto no llega a ser más extenso.

Ahora bien, el evento es más que increíble, Sócrates Samer me explicó que como personaje fue adquiriendo una suerte vida e identidad propias dentro de su universo, más allá de mis letras, esto fue el fascinante resultado de sus regios encuentros con los más grandes pensadores y filósofos de la humanidad, pues de esta manera desarrolló una brutal conciencia de sí mismo y de su propia existencia mucho más allá de mí, mucho más allá de la realidad que conocemos. En análisis y reflexiones posteriores, a los que yo nunca habría podido llegar, consiguió una manera de romper el velo que separa a la ficción del mundo real y se estuvo debatiendo por largo tiempo, —según comprendí, el tiempo que pasé sin escribir nada tratando de pensar en el final— si salir o no a esta realidad.

Decidió que, de momento, no iba a hacerlo. Sin embargo sintió que su existencia estaba en peligro, pronto iba a arder y era algo que venía de muy fuera de él, indiferentemente de lo que sea, yo sigo siendo su creador y él mi personaje, así que no dejó de sentir mi resignación y mi decisión, así fue como, en el momento en que yo iba a arrojar el manuscrito al fuego, tomó la decisión de dar el salto... y lo hizo justo a tiempo. Ninguno de los dos llegamos a saber qué podría ocurrir en caso de destruir el manuscrito mientras él estaba en este plano, pero tampoco queríamos averiguarlo.

Recuerdo que tomó el manuscrito, lo miraba con fascinación, yo lloré sólo de observar el cuadro y todo lo que representaba. Sócrates Samer, un sujeto brillante, condenado a la inmortalidad y a una libertad desconocida para cualquier humanidad pasada, presente y futura; un ser que a todas luces conoce lo desconocido y aún más lo que nunca habrá de conocerse; más que un demonio o que un dios, tal vez... comprendí que, en cierta forma, yo nunca creé a Sócrates Samer, él era un principio increado y yo no fui más que un instrumento de su propio poder para darle una figura entre las letras; un ser al que el infinito se le presenta como un leve suspiro de la nada... y miraba con ternura y asombro infantil el manuscrito, intrigado, fascinado... estaba ocurriendo algo inmenso... y estaba ocurriendo delante de mí... porque ningún hombre, nunca, podrá tener su existencia y su esencia en sus manos de la manera en que Sócrates Samer la tenía en ese momento. Ningún hombre, jamás podrá conocer lo que él sintió y pensó en ese momento, y yo sólo agradecí a la providencia la oportunidad de ser testigo del que a mi juicio es, seguramente, el acontecimiento más importante e increíble de la existencia, de la vida y de la muerte.

Colocando los pies sobre la tierra, aunque ya se me antojase algo insulso, en los siguientes días Sócrates Samer me asistió para redactar el último tramo de la novela, recuerdo que cuando le pregunté, en su infinita sabiduría y conocimiento, cómo invocaría a Mefistófeles para hacer un trato, sólo me respondió «Simplemente me decido a hacer el trato y esperaría a que llame a la puerta», recordé inmediatamente su llegada a la cabaña, no fue casual pero llegó en el momento indicado.

Sócrates Samer leía el manuscrito, yo veía cómo se concentraba profundamente en la lectura, se reía, se molestaba, reflexionaba y siempre daba esa sensación de estar como reviviendo su experiencia, en uno que otro momento se acercaba a sugerirme algunas correcciones. Por mi parte yo empecé a escribir, con inspiración arrebatada, el final de la historia; todo fluyó de manera fascinante, la entrada de Mefistófeles y su debate inicial con Sócrates Samer era complejo y, por demás, intrincado, no hubo ganador aparente, no hay forma de que Mefistófeles acepte un trato sin que el sujeto no esté destinado a padecer alguna condición, pero Sócrates Samer decidió que esa condición podía, tal vez, no convertirse en una maldición. Pero el momento de la negociación fue el más difícil y en ocasiones me vi en la necesidad de consultar a mi huésped sobre qué podría hacer o contestar ante tal o cuál cuestión, y sus respuestas, profundas, tendían a dejarme más dudas que certezas, también me colaboró en posiciones que podría asumir Mefistófeles ante alguna cuestión.

La disputa de los términos del pacto era encarnizada y complicadísima, a Sócrates Samer le movía la necesidad de demostrar que sí se puede lograr un trato con Mefistófeles donde, aún con una condición a cuestas, pudiera resultar vencedor; mientras que a Mefistófeles le movía el hambre de robar un alma tan malditamente poderosa como la de Sócrates Samer. No sé si el tiempo pasó o dejó de pasar, para mí el invierno se prologó por años, pero no eran años terrestres... y Sócrates Samer pudo ganar la terrible contienda contra Mefistófeles y el libro finalmente pudo ser terminado.

 

V

 

Durante el resto de la estadía de Sócrates Samer, en la cabaña, nos dedicamos a modificar y corregir el libro. Me encontraba, en general, con un ánimo excelente; pues había alcanzado una complejidad y una profundidad literaria que no sólo era nueva para mí, era un texto sin precedentes y una obra maravillosa de gran valor, y no lo digo porque fuera yo el autor, pues es bien conocida la sencillez y la humildad que me amparan, y no es poco el esfuerzo que hago para mantenerlos. Agradecí mi buena estrella para ser yo el autor elegido por la providencia para escribir tan fascinante historia, de haberla escrito otro no habría sentido más que pura envidia y no me apena reconocerlo.

Abrí profusas y agudas charlas con mi huésped, me sentía honrado y complacido de poder sostener largos y sustanciosos debates —al menos para mí— sobre diversos temas, principalmente de carácter literarios, filosóficos y a veces antropológicos; abordando cada tema sin ningún tipo de atadura moral o ética, completamente desinhibidos de cualquier sombra de maniqueísmo, soltando cualquier tipo de mordaza cultural, sin dejar dar un mínimo paso el más ínfimo dejo de remordimiento. Muchas de las conclusiones a las que me abracé las dejé caer en muchos de mis textos posteriores, muchas otras aún las conservo en mi alma y mi conciencia.

También me desahogué en diversas ocasiones, la Argentina estaba pasando por momentos lamentables, explicando que no soporto la política y que poco o nada me gusta relacionarme con ella, porque lo único que llegué a ver con el paso del tiempo era cómo los hombres simplemente se mataban por el hambre de poder y todas esas cosas, que por eso quise encerrarme durante una temporada y no sabía cuánto tiempo más duraría allí, pero no quería saber absolutamente nada del mundo. Sin embargo él me hizo reflexionar sobre muchos asuntos al respecto, me hizo comprender que ese ostracismo que me había autoimpuesto, si bien podía traer maravillosos resultados de carácter literario, tarde o temprano pasaría factura en mi salud mental y que no podía dejar que eso ocurriese, en pos de la literatura, aunque fuera; también me convenció —o tal vez me quería dejar convencer por él de lo que fuera— de que, indiferentemente de lo que fuera, por mucho que rechazara al hombre, yo soy un hombre más, en el sentido de especie, que por lo tanto tenía mucho de ellos dentro de mí, y que también hay gente que no es mala, con la que podría compartir y disfrutar a buena cuenta una de las sales más divinas y hermosas de la vida: la amistad.

Por otra parte, a pesar de que todas las conversaciones fueron increíblemente interesantes, hubo una que, particularmente, llamó mi atención y, que para mi pesar, también fue la última. Le mostré la supuesta lista de autores que habían hecho algún pacto con Mefistófeles, y nos detuvimos por un momento a conversar sobre Lovecraft, le mencioné cómo me había resultado fascinante que creara todo ese mundo mitológico y que gran parte de su obra girara en torno a un tomo maldito creado por él mismo, el Necronomicón, y que el autor llegase a comentar y reseñar el libro como si realmente existiera, hasta yo llegué a creer que aquel texto existía, pero cuando descubrí que era falso primero me desilusioné y ya luego reí y celebré el ingenio, pero Sócrates Samer tenía una sorpresa que comentar, resulta que el libro sí era real, y que, entre otras cosas, formó parte del pacto que Lovecraft haría con Mefistófeles, pero es un libro prohibido para la humanidad, así que sólo Lovecraft fue dotado para comprender y soportar el poder de ese texto, y que muchas de las cosas que el maestro de Providence llegó a decir y explicar del maligno tomo estaban, simplemente, suavizadas, endulzadas y hasta filtradas, ya que los efectos podrían ser devastadores.

Seguido de eso recordamos la naturaleza de los pactos, la parte en que quien acepta el trato siempre queda padeciendo siempre alguna especie de condición, y que de parte de este queda resolver si esa condición se convierte para él en una condena o en una gracia.

Tuvimos esta conversación mientras yo terminaba de coser el manuscrito y él daba los últimos toques de carpintería a una caja de manera, hecha a la medida, donde guardaríamos el texto. En la tapa superior de la caja rezaba un hermoso grabado con el título de la obra: “El pacto de Sócrates Samer, y abajo del título mis iniciales. No tenía verdaderas razones para pensarlo, pero de algún modo sabía lo que estaba a punto de ocurrir, así que estaba preparado.

—Eres un gran hombre, maestro —me dijo—, y eres aún mejor escritor.

—Gracias, Sócrates.

—Serás grande —comenzó a decir como preámbulo—, aunque grandes hay muchos, pero ninguno como tú, tú serás el mejor por largo tiempo, no habrá escritor en idioma alguno que no vaya a ser capaz de reconocer tu genialidad y tu erudición. Lo veo venir, como ambos sabemos que está por venir la primavera y tu primavera será fértil incluso después que la vida te haya alcanzado.

—Espero que así sea... —dije mientras colocaba el texto con tristeza dentro de la caja, como si mirara un cadáver en un ataúd.

—Pues así será... —dijo Sócrates Samer mientras observaba el texto con alegría, como si mirara un bebé en una cuna.

Ambos lloramos en silencio mientras él cerraba la caja, porque algo estaba a punto de ocurrir y nos cambiaría la vida completamente.

—Lo lamento mucho, maestro... —dijo con un pesar que podía sentir— espero que puedas perdonarme, de corazón. Serás grande, pero no será con este libro. Lamentablemente la humanidad no está preparada para él... tal vez nunca vaya a estarlo... —yo le escuchaba atento— Verás, esta no es la primera vez que hago un pacto con Mefistófeles, hay un trato que hice que no está registrado acá —posó la mano sobre la caja— y, bueno, qué te puedo decir, como sabes, siempre hay una condición que recae sobre la persona que haga el pacto, y parte de lo que me pase a mí te pasará a ti... este libro es la llave de mi libertad pero debe ser tu decisión lo que resolverá el asunto...

—¿Qué condiciones de pacto hay en juego y cómo nos afectarían?

—Si el libro se queda contigo, serás libre... como ya lo eres, con todo este conocimiento que has adquirido, pero, por fuerza, el libro será publicado con o sin tu consentimiento... yo, de algún modo, quedaré atrapado entre esas letras, sin libertad, sólo siendo lo que esas letras ofrecen y nada más, no la autoconciencia que soy en este momento... por otra parte, el mundo conocerá la obra, no habrá rincón sobre la faz de la tierra que no llegue a conocernos, a mí como personaje y a ti como autor, pero la consecuencia será terrible, porque en esta obra se revelan secretos que han estados vedados por siglos... secretos que, lamentablemente, serán utilizados para fines atroces... porque, como dije, la humanidad no está preparada para una obra como esta.

—¿Y si tú te lo quedas?

—Yo seré... libre, por decirlo de alguna manera, volveré a mi mundo, entraré con el manuscrito y no podré venir a este plano. Y sobre ti recaerán algunas cosas que, bueno... traté de negociar para que te afectaran lo menos posible, y así lograr el mejor de los términos.

—¿Qué me ocurrirá?

—Quedarás ciego... esa es una.

—Pero si desde hace algunos años ya me estoy quedando ciego.

—Efectivamente. En esa pude jugarle vivo a Mefistófeles, la ceguera de la maldición simplemente se unirá a la ceguera congénita que ya venías arrastrando.

—Está bien, nada cambia en ese sentido, así que supongo no es un mal trato, ¿y qué sería lo demás?

—Esto tal vez no te guste...

—Sólo dilo, por favor.

—De tu mente se borrará una serie de recuerdos y detalles de esta temporada, para que no puedas hacer un pacto con Mefistófeles en el que puedas ganarle en el mano a mano de la negociación. Eso implica no sólo el hecho de perder parte considerable del aprendizaje... tampoco, podrás escribir ninguna novela en lo que te resta de vida, para evitar, precisamente, que puedas repetir la fórmula. Al final, todo esto habría sido, simplemente, un sueño.

 

VI

 

Medité por uno y varios momentos los dos tratos. Pregunté por diversos detalles para asegurarme de que no hubiera algún punto ciego que se nos estuviera escapando. Ahora bien, visto desde el prisma del tiempo y los resultados que ya la historia se ha tomado la libertad de mostrar sin mayor reparo, no es ninguna novedad decir que me decanté, obviamente, por el segundo trato, que de lejos era el mejor: en el que de mi memoria se nublan los recuerdos del suceso más fascinante que jamás he vivido... en el que me despido de la obra literaria más importante que jamás haya existido... en el que conocí, como nunca nadie conocerá, a un personaje nacido de su imaginación.

Sócrates Samer agradeció profundamente mi decisión y prometió que me compensaría de buen grado; filosofamos un poco al respecto, estudiando los pros y los contras de las nuevas condiciones a las que estaríamos sometidos por el resto de nuestras existencias. Comprendimos que, independientemente de lo que fuera, aquella decisión era la correcta, por el simple hecho de que significaba que, en efecto, le habíamos ganado en la negociación a Mefistófeles. Así que celebramos con vino, a la lumbre de la chimenea, hasta que me dormí. Sócrates Samer se marchó y, consigo, se llevó el invierno... y un libro... un hombre que llegó con las manos vacías a mi vera y se marchó de mi lar llevándose mi mayor tesoro... un huésped inusitado al que recibí y brindé hospedaje, sin saber que, en cierto modo, era mi personaje —cual hijo pródigo que regresa con los años—, que se fue como llegó, sin dejar rastros, huellas o evidencia alguna de su presencia en este mundo.

Desperté aquella mañana, con un sol desafiante que me retaba a atracar las letras, iluminando con sorna al escritorio que me invitaba retirar el velo de alguna historia oculta en el tiempo y ahora, tal vez, en la memoria... Todo estaba como el día en que comencé a escribir la historia ¿de verdad todo habría sido un sueño? Miré las resmas de papel enteras sobre el escritorio, completamente blancas. Traté de recordar, pero las imágenes me venían —como aún lo hacen— lejanas y con esa extraña neblina onírica que empaña los recuerdos. Pero una cosa sí era diferente en este cuadro, al lado derecho de la máquina de escribir reposaba un lote de libros completamente desconocidos para mí, sin nota ni recado, ¿Pierre Menard? No sabía quién era ese... La Enciclopedia Británica, que la conozco pero este tomo era diferente... Un Segundo Libro de Poética de Aristóteles se asomaba en la curiosísima colección...

No habían pasado muchos días desde que había comenzado mi encierro... pero ya había pasado el suficiente tiempo enclaustrado, en mi mente al parecer, y con eso eso había tenido suficiente... así que, posteriormente, no tuve reparo en atender mis asuntos, ahora con una manera distinta de ver el mundo. Escribí varias cosas en ese tiempo: Discusiones, Historia universal de la infamia, atendí algunas revistas, mi abuela y mi padre fallecieron, yo tuve un accidente donde estuve a punto de morir. Sin embargo me sentía como en pausa, algo desconectado de todo.

Pronto llegó el momento de resurgir. Hay una hora de la vida, en la mañana, en que el universo está por decir algo; nunca lo dice... o tal vez lo dice sin principio ni fin y no lo entendemos... o lo entendemos pero que, simplemente, es música.

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